Editorial de diciembre 2013

HAY veces que el dramatismo y la complejidad de los acontecimientos que nos

vemos obligados a vivir bloquean nuestras más nobles reacciones conscientes

y la propia capacidad expresiva que, como especie, nos caracteriza. Este bloqueo

se traduce en una indignación contenida y una impotencia resignada que no nos

lleva más allá de un pronunciamiento activo y solidario. Ocurre, sin embargo, cuando

los graves sucesos perduran, que nuestro pronunciamiento se transforma en estribillos

manoseados y frecuentes que van perdiendo, con el tiempo, la componente profunda y

sustancial que los originó. Además, la dialéctica política y la profusión de los análisis,

más o menos acertados, van puliendo las aristas del verdadero drama, sus implicaciones

y sus consecuencias.

Una imagen vale más que un millón de palabras. Y si, además, viene acompañada

con las verdades descarnadas que sólo es capaz de articular un poeta recio, se convierte

en posible conseguir un efecto mágico que favorecerá la revitalización, ante la inmensa

mayoría de personas, que desean la paz, el sentido último

y humanizado del grito: ¡No a la guerra!.