EN el año 1771, el abate Joseph Dinouart (1716-1786), eclesiástico mundano y polígrafo escribió en París un ensayo intitulado L’Art de se taire (El arte del callar). Decía Dinouart que para callar bien, no basta con cerrar la boca y no hablar; que hay que saber gobernar la lengua, reconocer los momentos en que conviene contenerla, o darle una libertad moderada; seguir las reglas que la prudencia prescribe en esta materia, y distinguir, en los acontecimientos de la vida, las ocasiones en que el silencio debe ser inviolable; ser de una firmeza inflexible cuando se trata de observar, sin equivocarse,
todo lo que se considera conveniente para callar bien; y todo esto supone reflexiones, luces y conocimiento. Porque el primer grado de la sabiduría es saber callar; el segundo es saber hablar poco y moderarse en el discurso; el tercero es saber hablar mucho, sin hablar mal y sin hablar demasiado; pues sólo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio.
Pero no hay menos debilidad o imprudencia en callar cuando estamos obligados a hablar que ligereza e indiscreción en hablar cuando se debe callar. Y es que ha llegado el momento de usar la palabra. Y como diría Mayor Zaragoza, ha llegado el momento de plantarse, de no admitir lo inadmisible. De alzarse. De elevar la voz y tender la mano. Es tiempo de acción, de no ser espectador impasible: hemos de transformarnos de súbditos en ciudadanos, usando la fuerza de la palabra.
Porque están destruyendo nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestra democracia y nuestro planeta. Hay que dar freno a la voracidad frenética de unos pocos y al radicalismo ideológico, sea físico o metafísico. El tiempo de callar ha concluido. A partir de ahora, delito de callar. ¡Construyamos cultura para frenar el derrumbe inminente!
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