Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia. La primera arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo, y ensancha el enlace en que yo estoy hacia lo inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico.
La segunda arranca de mi yo invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo es captable por el entendimiento, y con el cual (y, en consecuencia, al mismo tiempo también con todos los demás mundos visibles) me reconozco enlazado no de modo puramente contingente como aquél, sino universal y necesario. La primera visión de una innumerable multitud de mundos aniquila, por así decir, mi importancia como siendo criatura animal que debe devolver al planeta (sólo un punto en el universo) la materia de donde salió después de haber estado provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, por lo menos en la medida en que pueda inferirse de la destinación finalista de mi existencia en virtud de esta ley, destinación que no está limitada a las condiciones y límites de esta vida.
Immanuel Kant, Conclusión en La Crítica de la razón práctica (1787) Son palabras inmensas, que rebotan en nuestro entendimiento, dándonos energía y valor para superar con esperanza la pérfida situación en la que hoy sobrevive el mundo humano: lugares comunes plenos de dramatismo, dolor y mediocridad. ¡Mejor ocasión no hay para el idealismo religioso! ¡Salvaguardemos la razón y los valores éticos!