Si no fuera por el drama que vivimos, la pandemia vírica y sus consecuencias (crisis sanitaria, económica y social), lo que está ocurriendo con la clase política de nuestro país podría calificarse de espectáculo esperpéntico, en el más amplio sentido del término y, sin duda, da pie a pensar que no tenemos solución ni futuro, que nuestra España podría ser un estado fallido. ¿Cómo es posible que partidos políticos que rezuman corrupción por cualquier pespunte, individual o colectivo, perseveren en su estado nocivo sin recibir la más mínima sanción correctora o reprimenda de sus acólitos y seguidores? ¿Dónde guardaron estos partidos sus principios y valores, que tanto enarbolan y escupen como arma arrojadiza, para denostar a los contrarios? ¿Cómo puede un político de lista cambiar de partido, pasando de un programa que se supone asumido a otro programa, cuyos objetivos declarados son diferentes e, incluso, contradictorios? ¿Cómo podemos defendernos de partidos políticos que, descaradamente, ofrecen puestos y prebendas, personalmente seductoras, a los líderes de otros partidos en confrontación? ¿Qué sanción debe recibir un tránsfuga o un traidor partidario? ¿Cómo es posible que haya ciudadanos que sigan votando, con los ojos cerrados o abiertos, a políticos mediocres de hecho, corruptos, incompetentes y tránsfugas? ¿Qué justificación puede encontrarse para que haya determinados partidos políticos que, después de haber perdido campañas innúmeras siempre reduciendo su representación, sigan pujando por mantenerse en el poder, aún a expensas de alianzas extemporáneas y contradictorias? ¿Cómo puede un partido defender confrontaciones violentas y, sin embargo, recibir el beneplácito de un número señalado de ciudadanos? ¿Hemos olvidado nuestros valores? ¿Hemos olvidado nuestra historia? ¿Navegamos en el mar de la necedad, próximos al arrecife de la imbecilidad? Está claro que debemos buscar soluciones: nuestra única arma, el voto y la actitud.